En el lujoso Hotel Gran Palace, Charly García promocionaba su disco Clics Modernos mientras, paralelamente, en la Catedral Metropolitana de Santiago tocaba el pianista Claudio Arrau, con una pantalla gigante hacia la Plaza de Armas. Y en las paredes decía: «Lea 1984». Tal cual. Escrito con spray azul en tapias de ladrillo mal pintadas de blanco en calles anegadas por la bruma. Era 1984, era Santiago de Chile.
Por esos años circulaba una edición barata de papel amarillento, una traducción hecha en Chile -Samuel Silva fue el hombre- tan buena como la mejor de España. De hecho, muchísimo mejor, porque en las ediciones peninsulares de 1984, el Gran Hermano había hecho lo suyo y muchos años después de la muerte del Caudillo, aún circulaba con los recortes que había perpetrado en la novela la censura franquista. Pero eso se supo después.
A 35 años de ser publicada por primera vez, por fin había llegado 1984 a Chile y, entre el momento en que se levantaba la censura a los libros -en julio del 83- y volvía a instaurarse el Estado de Sitio, fue posible enterarse de qué significaba 1984: la distopía en dosis letales para quienes apenas se asomaban a la utopía.
Por esos días, en Santiago, habían quienes no necesitaban de distopías literarias: recibían lo suyo cada día en forma de gas lacrimógeno, allanamientos nocturnos, balines de goma y otros de plomo, ametralladoras punto 30 emplazadas sobre siniestras camionetas Chevrolet C-10. George Orwell, si le hacemos caso a su fama, habría querido compartir sus días con ellos: en el mundo de 1984, (hoy en día menos orwelliano y más huxleiano) podía sentirse aún una corriente común, una continuidad entre la denuncia de la exclusión de los años 30′ y la lucha contra la exclusión de los 80′; entre las barricadas anarquistas de Barcelona en 1936 y las pilas de neumáticos calientes de La Victoria o cualquier población marginal del Chile pinochetista.
Fue precisamente en Barcelona donde se fraguó 1984. Orwell ya no se llamaba más Eric Arthur Blair, el nombre con que había nacido en Motihari (actual India), y se educó en el prestigioso Colegio Eton, una escuela privada de Inglaterra, para cumplir con la «baja clase media-alta» a la que decía pertenecer. Había renunciado a estudiar en Oxford o Cambridge, y se había hecho policía en Birmania, cuando éste país aún era parte del Imperio Británico. Luego renunciaría a ese empleo. Tenía 33 años y creía en la revolución cuando llegó a España para matar fascistas, pero terminó defendiendo a tiros, en mayo de 1937, la sede del Partido Obrero de Unificación Marxista, el grupo trotskista en cuyas filas se había alistado casi por casualidad. Al otro lado disparaban los bien equipados milicianos comunistas. Era el fin de lo que alguien llamó «el corto verano de la anarquía».
Allí, tomando el partido de los doblemente derrotados, George Orwell aprendió a desconfiar de la Rusia soviética y terminó de hacerse cargo, según su último biógrafo y comentador, Christopher Hitchens, de «los tres grandes temas del siglo XX»: el estalinismo, el imperialismo y el fascismo.
En marzo de 1949, una tal Celia Kirwan acababa de emplearse en el Information Research Department (Departamento de Investigación de la Información – IRD), una unidad dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña para combatir la influencia, infiltración y propaganda soviética. Su pequeño escaño fue como asistente de Robert Conquest, un licenciado en historia de la Universidad de Oxford, Inglaterra, que se había afiliado al Partido Comunista Británico en 1937. Durante la Segunda Guerra Mundial, Conquest se convirtió en agente de inteligencia. En 1944 fue enviado a Bulgaria como oficial de enlace con el ejército local. Tras el fin de la guerra, trabajó en la Embajada Británica en Sofía -capital del Bulgaria-, donde presenció el crecimiento de la influencia soviética en el país: en 1946, se proclamaría la República Popular de Bulgaria. Este hecho marcó su quiebre con el comunismo, al punto que cuando regresó a Londres, en 1948, se sumó al recién inaugurado Information Research Department, donde comenzó a estudiar en profundidad a la URSS, hasta 1968, cuando publicaría su best seller El Gran Terror.
Pero no estábamos hablando de Conquest. Una de las primeras cosas que le vino a la mente a la señorita Kirwan, fue visitar a George Orwell en el sanatorio donde el escritor se estaba tratando la tuberculosis que padecía. Tras conversaciones, Orwell hizo una lista con los nombres de personas que él consideraba, de alguna manera, cercanos a las ideas comunistas y, por lo tanto, como «indeseables» para el IRD, y se las envió a Celia Sigue leyendo